Manu Silva Scelza, (el doble apellido es responsabilidad nuestra), está haciendo sus primeras experiencias como escritor y le va muy bien.
El cuento que ponemos a disposición de los lectores es de muy buena factura y fue reconocido tanto en la instancia local como provincial en un concurso organizado por Rotary Club, donde obtuvo el primer premio.
La firma al pié corresponde al seudónimo que usó en dicho concurso.
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La opinión tiene gusto a café
Mayo de 2010. Hipólito camina por las concurridas calles de Buenos Aires, dirigiéndose a la confitería donde lo esperan sus amigos. Éstas han cambiado mucho para él, pues recuerda esas calles más angostas, con más árboles, menos concurridas, un tanto menos urbanizadas. Pero además de caminar recordando sus mejores épocas, también lo hace pensando, o más bien imaginando, cuál sería el tema de conversación de esta espléndida mañana en el café.
Hipólito es un hombre mayor de pocas palabras. Esa parquedad lo ha convertido en una persona observadora y, quizá por eso, va caminando y mirando cómo se viste y cómo actúa la gente de la época. Se siente como un intruso en medio de la muchedumbre que concurre a trabajar, vestida de traje y portando maletines que parecieran estar llenos de dinero. Sus emociones se mezclan y no puede pensar con claridad. Uno podría adivinar que por su cabeza rondan varios interrogantes: “¿Hacia dónde se dirige esa manada?, ¿Cuáles serán sus ideales?, ¿Tendrán ideales?” Don Hipólito aún cree que las ideas no se negocian y sigue fiel a su pensamiento, un tanto conservador, porque si algo hay que no se puede negar de la personalidad de Don Hipólito, es su ideología.
Al llegar a la confitería, se encuentra con sus amigos Juan Manuel y Juan Domingo, quienes ya lo estaban esperando con humeante café y medialunas. Juan Manuel es un hombre de campo, con sus años encima, a quien no le agrada la capital del país; él prefiere la vida de estancia y el interior con sus riquezas. Su mirada profunda y la firmeza de sus gestos podrían intimidar a cualquier interlocutor. Juan Domingo también es un hombre de edad avanzada, pero con una simpatía y una personalidad tan arrolladora que nadie que lo conozca puede permanecer indiferente a sus conversaciones. Al tiempo que defiende con vehemencia sus ideas de la distribución de riquezas, su relación con el pueblo y la organización sindical, es capaz de soltar algún comentario irónico o lleno de humor sobre cuestiones domésticas o asuntos tan vitales para él como el manejo del poder. Tampoco le agrada demasiado el Buenos Aires coqueto que se observa a través de los vidrios del bar.
Don Hipólito se saca el sombrero y se recuesta en su silla, como si dispusiera de todo el tiempo o, mejor dicho, de toda la eternidad, para conversar con sus amigos. Los otros dos enseguida lo hacen intervenir en la charla.
–“Quién iba a decir que íbamos a poder mirar desde acá los preparativos para los festejos del Bicentenario”, dice Juan Domingo con su voz ronca. _“Hay que festejar, sí, cómo no, pero también hay que pensar hacia delante, si no, este pobre país…” – contesta Hipólito.
Juan Manuel tiene la mirada fija en esos edificios imponentes y piensa en voz alta: _“Seguimos igual, no hay nada que hacerle…Todo se concentra aquí… Hasta que el federalismo no se haga realidad en serio, no habrá desarrollo posible”.
–“La clase obrera es la que va a salvar este país, hay que producir; la industria tiene que ser el gran motor de crecimiento”, dice Juan Domingo, casi interrumpiendo al estanciero.
Don Hipólito asiente con la cabeza y agrega: -“Hay muchas empresas privadas en el país, habría que nacionalizar algunas de ellas, abaratar gastos y obtener ingresos financieros.”
El mozo se acerca con una segunda rueda de café. Las personas de las demás mesas permanecen ajenas a esta escena. Entre la multitud de las grandes ciudades todos los personajes son anónimos, pero en esta mesa, además, hay una especie de aureola, un aire extraño que envuelve a los tres amigos, como si vinieran de otro tiempo, de otra dimensión.
Y esto es precisamente lo que dice don Hipólito: “Muchachos, nosotros parecemos las ovejas negras de este rebaño de políticos que tiene el país. Seguimos sosteniendo y defendiendo lo que pensamos, todavía nos desvelan los problemas de la gente… Y eso que nos hemos equivocado, pero no sé… me parece que vivimos distinto la política…”.
En el breve instante de silencio la nostalgia y los recuerdos empiezan a perseguir a estos tres hombres.
_”La política es cosa seria, amigos, eso no debe cambiar”, dice Juan Domingo.
Juan Manuel da un fuerte golpe en la mesa y responde: _“Pero de qué política me están hablando, carajo, si en estos tiempos sólo se piensa en lo inmediato. No hay un modelo, no hay un proyecto, no hay política con mayúsculas. Sólo son manotazos de ahogado, para que no se caiga todo, para salir del paso, nada más”.
Esta vez el silencio es muy largo. Nadie se atreve a romperlo. Juan Domingo se acerca al oído de Hipólito y susurra uno de sus chistes, esta vez referido a las mujeres. A Don Hipólito le gusta hablar de las mujeres en general, pero cambia de conversación por temor a que alguno empiece a indagar en su vida privada. _“A este país lo levantamos entre todos o no lo levanta nadie”, dijo, y frunció el ceño, preocupado.
“Es verdad, dice Juan Manuel, uno aprende con el tiempo que hay que sumar ideas y tolerar a los adversarios. A mí me faltó esa grandeza, tal vez…” Juan Domingo sonríe:_ “A usted le sobra grandeza, Brigadier, no sé si esa grandeza se encuentra ahora. Al fin y al cabo todos nos equivocamos…”
Ya se acerca el mediodía. Don Hipólito demuestra el apuro en regresar a su escritorio: _”Es hora de volver; mañana seguimos, muchachos. No se olviden que lo mejor es seguir hablando, discutiendo, defendiendo nuestras convicciones”.
Se despiden en la puerta del bar. Siguen hablando y murmurando todavía un rato. Es que encontraron otro tema: ninguno de los tres se resigna a ver como algo normal a ese niño que revuelve la basura en la vereda. Por fin se separan. Caminan los tres en direcciones distintas. Nadie nota su presencia en las calles concurridas. Casi nadie advierte que se esfuman casi a la vez. Sólo un estudiante que está sentado en un banco de una pequeña plaza, concentrado en sus lecciones de historia, parece darse cuenta de que tres grandes de la política argentina, tres grandes de la historia, han convivido por unos instantes entre la sociedad porteña de 2010
Mr. Hyde
Alberti multimedios agradece a Manu que nos hiciera llegar el cuento para publicar y lo felicita calurosamente.
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