De ser así, el mundo asiste al colapso de uno de los últimos gobiernos surgidos del ciclo de revoluciones nacionalistas, anticolonialistas y laicas que a mediados del siglo pasado y bajo la influencia de Gamal Abdel Nasser redibujó el mapa político de Medio Oriente y del mundo árabe. Tras el colapso de los regímenes surgidos de los procesos de liberación nacional en Túnez y Argelia, luego de la invasión y ocupación estadunidense que destruyó al gobierno del Baaz en Irak, y una vez destronado el último heredero del nasserismo en Egipto, sólo permanecían los gobiernos de Kadafi, en Libia, y de Bashar Assad, en Siria
Con grandes diferencias y especificidades, esos procesos de renovación ocurridos tras la Segunda Guerra Mundial en el Magreb y en el Golfo Pérsico desembocaron en satrapías corruptas y antidemocráticas, como la de Saddam Hussein, la de la dinastía Assad, la de Sadat-Mubarak y la encabezada por el propio Kadafi. En algunos casos, como el egipcio y el tunecino, ocurrió una rápida realineación con Occidente y con la economía de mercado. En otros, como el argelino, el sirio, el iraquí y el libio, el desarrollo de regímenes semimonárquicos convivió con orientaciones económicas de bienestar social y con posturas divergentes de las potencias occidentales.
La desarticulación de gobiernos de esa clase podría parecer deseable y saludable, desde una perspectiva democrática, a condición de que sea resultado de una decisión soberana de la sociedad en cuestión, como ocurrió tras las revueltas populares en Túnez y Egipto, pero no cuando los dictadores caen como resultado de una invasión, en el caso de Irak, de una abierta injerencia militar, como parece estar a punto de ocurrir en Libia, o de un intervencionismo desembozado y cínico como el que asfixia ahora a Siria, próximo objetivo de los intereses occidentales.
El discurso con el que Estados Unidos y la OTAN han justificado sus incursiones militares en Irak y Libia, plagado de referencias a valores democráticos y a los derechos humanos, pone en evidencia la doble moral de Occidente, que con una mano combate a viejos dictadores árabes y con la otra solapa las atrocidades del régimen israelí, perpetrador sistemático de crímenes de guerra en los territorios palestinos ocupados y cercados, o la permanencia de las monarquías tiránicas e impresentables que detentan el poder en Arabia Saudita, Bahrein, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Marruecos y Jordania. En todos los casos, las políticas regionales de Occidente deja traslucir intereses geopolíticos y energéticos que modulan a conveniencia los principios de libertad, democracia y derechos humanos.
No puede soslayarse el hecho de que de los gobiernos árabes más comprometidos con la causa de los palestinos sólo quede el sirio, y que los demás hayan sido borrados del mapa en el curso de la pasada década. El accionar "liberador" de Washington y de Bruselas en la región tiene, pues, un inconfundible tufo de regalo para los gobernantes de Tel Aviv.
Sin embargo, puede tratarse de un regalo contraproducente si se considera que tras el colapso de gobiernos seculares, como el del Frente de Liberación Nacional (FLN) en Argelia y, más tarde, tras la violenta invasión que destruyó el régimen de Saddam Hussein en Irak, los fundamentalismos islámicos, virulentamente antisionistas y en algunos casos hasta judeofóbicos, han ganado presencia e influencia en tales países.
Finalmente, una de las incógnitas de la hora actual reside en la capacidad o incapacidad de los grupos rebeldes que ingresan a Trípoli para conformar una autoridad nacional estable, capaz de preservar la unidad territorial y los intereses soberanos de Libia y de construir un sistema político viable en remplazo de la vieja dictadura tribal de Kadafi. Hay razones para dudarlo.
Editorial de La Jornada de México