Por Adolfo Rocha.
Quizás el origen del constante ascenso de China al podio de la economía mundial, en el cual ya ocupa el segundo lugar, se pueda fijar, un tanto arbitrariamente, en el juicio a la llamada
“Banda de los cuatro” altos dirigentes del Partido Comunista (incluida la última mujer de M
ao Tse Tung) en 1981, y su posterior condena.
Ellos fueron los artífices de la
Revolución Cultural lanzada por el mismo líder supremo en 1966, posiblemente el intento más radical que conozca la historia de instaurar el comunismo, llevando al extremo el modelo que borroneara Lenin entre 1917 y 1924.
Si fuera cierto que toda revolución se debate entre la consolidación nacional y la proyección internacional de su ideario, la China cumple con el axioma del triunfo de la tendencia nacionalista, como sucediera con sus predecesoras, la Francesa y la Rusa.
La lucha de facciones en las altas esferas del partido entre 1968 y 1976 (muerte de Mao), se salda con el triunfo del sector que, llegado los ’90 y de la mano de
Den Xiao Ping, le abrió camino a las inversiones extranjeras, al par que alentó la economía de mercado en zonas geográficas del extenso territorio, en una lectura sumamente realista y acertada de la posible evolución de la economía mundial.
El vertiginoso crecimiento a un promedio de 10% anual durante las últimas tres décadas, se basa en dos factores. El primero es la masiva mano de obra barata disponible a partir de los millones de campesinos que migraron a las grandes ciudades industriales. En segundo lugar, el implacable control del aparato del estado y del partido, que permitió y permite mantener la disciplina social a pesar de las draconianas condiciones de trabajo que imperan en las factorías chinas. Cuando una delegación de sindicalistas occidentales preguntó a sus pares locales – todos miembros del partido – porque toleraban esta situación, la respuesta fue que el esfuerzo de la clase trabajadora estaba puesto en consolidar el proyecto nacional de su país.
Algunos teóricos del desarrollo sostienen que la industrialización de una nación requiere de un fuerte sacrificio inicial de la población, algo que podemos emparentar con el concepto de “acumulación primitiva” de Marx. En lo concreto, fue la inmensa mano de obra disponible a bajo costo, según estándares internacionales, la que posibilitó el salto que posiciona a China como una potencia de primer orden en el concierto global.
Al parecer estas condiciones extremas estarían comenzando a mutar, ya que por primera vez se estarían empezando a tomar en cuenta los reclamos salariales, y a tolerar una cierta autonomía del movimiento sindical. Esto puede estar relacionado con la actual etapa del capitalismo: la crisis desatada por las hipotecas “subprime” amenaza con “amesetarse”, y transformarse en un período de depresión económica – con altibajos – en un fenómeno similar al de los años ’30 del siglo XX. Las demandas de protección a la economía y la mano de obra local se hacen sentir en las grandes economías desarrolladas occidentales. Barreras aduaneras, físicas (muros y alambradas contra la inmigración) y una creciente xenofobia son sus síntomas.
La dirección del PC parece haber tomado nota de esto. Inclinarse un tanto hacia el mercado interno, fortaleciendo la demanda local -cuando merma la internacional- puede ser una jugada a dos bandas que sostenga el crecimiento y descomprima las grandes tensiones sociales generadas por la acelerada modernización capitalista.
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Adolfo Rocha es periodista de investigación y especialista en temas internacionales.